El corazón habitado. Últimos cuentos de amor en Colombia

Hay un cuento mío en la antología El corazón habitado. Últimos cuentos de amor en Colombia (Algaida, 2010; 407 pp.). Eso hace que sea difícil escribir un comentario neutral: muchas críticas, y sería algo indecoroso; muchos elogios, y parecerá autopromoción. De todos modos, tengo que decir que es un volumen esperanzador; parece que va a brotar buena ficción de Colombia durante un tiempo largo.

He optado por recurrir a algo distinto a lo que normalmente hago con los libros que reseño. Me voy a limitar a mencionar seis cosas que me gustaron. No me refiero aquí a todo lo que me gustó, así que, si no menciono algo, no quiere decir que lo estoy criticando por omisión.

Primero, me gustaron las tramas de “Besos bruscos” (27-33), de Jorge Franco, y de “Urnas” (45-76), de Santiago Gamboa. El primero es ágil y coloquial, y el segundo es frío y disgustado, pero en ambos la trama es atractiva. En el cuento de Franco, acompañamos a una persona que busca con desespero a una mujer. Cuando la encuentra, el cuento termina bruscamente, en un evento súbito que me obligó a leerlo dos veces para saborear cómo cambió el tono y para comprobar que de verdad había sucedido. En la historia de Gamboa, un periodista regresa a París después de muchos años y se encuentra con las angustias de su pasado y con un vecino de hotel que carga una urna llena de las cenizas de su hija. El vecino desaparece por problemas legales, y el periodista tiene que decidir qué hacer con las cenizas. El texto mantiene nuestro interés en esa decisión y en saber si los malestares del periodista con París le van a generar problemas en el trabajo.

Segundo, me gustaron algunas técnicas que se usaron en distintos cuentos. Me gustó el narrador omnisciente y simétrico de Marta Orrantia en “Ella y él” (79-82). El cuento se abstiene de darnos el encuentro que queremos, pero está bien planteado. Algo semejante logra Ricardo Silva en “Diagonal” (269-285), una historia narrada con un tono profético y omnisciente que resulta de conjugar los verbos en futuro. El final de “Viernes, Bogotá” (195-203), de Andrés Burgos, le da un giro psicológico efectivo a un cuento que no parecía tenerlo. Me pareció bien y consistentemente manejado el stream of consciousness de “Carolina ya no aguanta más” (235-251), de Andrés Mauricio Muñoz. Después de quince páginas en la mente de Carolina, sus angustias son nuestras angustias y su impotencia es nuestra impotencia. Dan ganas de abrazarla y a la vez tirarla por un balcón.

Tercero, me gustó el ritmo de “Funciones privadas” (101-109), de Juan Carlos Rodríguez. Usa muchas oraciones cortas, fragmentos y giros coloquiales para crear una historia fluida en la que el narrador mastica y escupe las palabras. El ritmo de “Agentes secretos” (315-329), de Juan Sebastián Cárdenas, también es atractivo: funde acciones, diálogos y hasta sueños en una misma marcha que avanza con algo que oscila entre confianza y desdén.

Cuarto, me gustó el silencio en el corazón de “Malvados rojos” (289-300), de Margarita Posada. Empieza con una transformación macabra y autoinfligida, y cuando el cuento termina nunca sabemos en realidad en qué consistió. Sólo sabemos que había que ocultarla a toda costa.

Quinto, me gustó el contexto que compuso Gerardo Ferro Rojas en “Huevos revueltos para el desayuno” (363-386). En este cuento, el caos de la ciudad permea el cuarto donde se refugian un escritor (que le vendió el alma a los libros de superación) y su antigua novia, que viajó a acompañarlo a recibir un premio. La ruina de la ciudad es lúgubre, marcada por cifras constantes de muertos y el rugido de bombas cada cierto tiempo. Las vidas que tanto el escritor como su novia habían organizado se deshilvanan en medio de episodios de violencia, angustia y frustraciones generadas por la escritura. Aunque el tipo de lenguaje y la narración son muy distintos, la interacción de la destrucción y la escritura me recuerdan a “The Fall of the House of Usher” (o a The Shining).

Por último, me gustó mucho “Una segunda oportunidad” (113-117), de Pilar Quintana. Muchísimo, de hecho. Pilar es mi amiga, pero no lo digo por eso. Es el mejor cuento que le he leído, y es de los mejores cuentos que he leído en los últimos años. Combina un buen ritmo con una muy buena historia. Hay escenas duras, y aun en medio de ellas la autora logra infiltrar destellos de humor. Lo más duro se hace mucho más contundente porque se cuenta entre líneas, a través de los efectos más que de las acciones. Ciertos detalles específicos le dan una rica textura al universo del cuento, como los policías que se tratan de usted (incluso entre amantes) o la tienda de la que cuelgan hierbas frescas y en la que se posa un licor turbio. Además, el final es muy bueno, inesperado y sólido, sin explicaciones o moralejas. Muy buen cuento. Ahora está disponible en HermanoCerdo, aquí.

Comments

  1. Hola Federico, qué hay de nuevo, ¿ya no actualizás el blog?

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