Se habla español

(Se publicó primero en la revista HermanoCerdo, aquí)

Concluyo este recorrido con la más vieja de las antologías que he reseñado: Se habla español. Voces latinas en USA. La publicó Alfaguara en el año 2000, y la editaron dos escritores cuyos cuentos también formaron parte de la colección: Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet. Todos los 36 textos, uno por autor, están relacionados con Estados Unidos de alguna forma.

Ciertos tipos de cuentos se repiten en la antología. Por ejemplo, encontramos experimentos insípidos, con episodios más o menos aislados que se unen alrededor de todo tipo de estructuras, como un diccionario de Spanglish o el cascarón de un ensayo académico que hospeda un diálogo entre el autor y un amigo. Se incluyeron numerosas historias de profesores, como “Esperando en el Lost and Found” (81-88), de Santiago Vaquera Vázquez. También hubo algunas de escritores, como “Seven veces siete” (171-175), de Francisco Piña. De hecho, dos obras con esta temática fueron mis favoritas de la antología; las describiré al final.

Varios textos usan una forma que se ha tornado demasiado usual en los cuentos estadounidenses: un relato cotidiano, típicamente urbano, que termina en una epifanía de baja o mediana intensidad. Uno de los paradigmas dentro del género es “Cathedral”, de Carver, un cuento excelente, aunque los exponentes contemporáneos de este género rara vez lo son. En la antología, los textos de Edmundo Paz Soldán y de Iván Thays son ejemplos de ese tipo de obra.

El lenguaje de las historias de esta colección vuelve a ser un problema, como lo ha sido en los demás libros que he comentado. Varios cuentos le hicieron honor al título de la antología, y en su español se alcanza a percibir claramente el relieve del inglés, como si nos mostraran el papel carbón con el que se pasó de un idioma a otro. Este es un buen ejemplo, donde es casi inevitable traducir mentalmente la oración al inglés, aunque el cuento fue escrito en español: “No dijeron nada en el camino; los niños discutiendo de vez en cuando y su padre callándolos a gritos si consideraba que estaban siendo irritantes” (240; Álvaro Enrigue, “Ultraje”). If he thought they were being, un giro usual en inglés, necesitaría una traducción menos literal para naturalizarse en español.

En muchos textos, la maleza de los adjetivos y los adverbios crece tupida entre los sustantivos y los verbos. No se trata de una cacería caprichosa de esas palabras. El problema es que a muchos adjetivos y adverbios los reclutan para tratar de remediar los problemas con un sustantivo mal escogido o un verbo débil. Cuando eso pasa, la prosa languidece. Y, al abundar los adjetivos y los adverbios, el texto se torna florido, el lector se distrae y uno recuerda una vez más el sensato consejo de Chejov a Gorki.

Ya he mostrado ejemplos en las páginas anteriores. Pero veamos este caso: “Se acercó a la cajera, una obesa mujer que poseía, como única y suficiente belleza exterior, un par de ojos verdes de conmovedora, intensa dulzura” (55; Edmundo Paz Soldán, “Faulkner”). Hay demasiados adjetivos (de las últimas 20 palabras, 7 son adjetivos). Pero no es sólo eso. Hay adjetivos antepuestos (obesa mujer), algo que tiende a llamar la atención sobre su lirismo. Los hay amontonados adelante y detrás del sustantivo (única y suficiente belleza exterior). Algunos sobran (es evidente que los ojos son muestras de la belleza exterior, salvo que la descripción indique un tipo de belleza distinto). Otros se traslapan (¿una dulzura conmovedora no comparte ya mucho terreno con una dulzura intensa?). Además, hay mucha abstracción: la imagen que la oración comunica depende de tres palabras, que cargan todo el peso descriptivo.

Algunos ejemplos de descripciones problemáticas son menos extremos, pero necesitaban una palmada en la espalda. Por ejemplo, “quizá la pobreza de la realidad radica en su imposibilidad de recurrir” (203; Celso Santajuliana, “American Dream”) hubiera sido mucho más ágil con unos pocos ajustes: quizá la realidad es pobre porque no puede recurrir. Así, en vez de sustantivos con frases preposicionales, la oración podía optar por verbos. Puede parecer un cambio menor, pero uno de los fines de un cuento publicado es que todas sus oraciones funcionen de la mejor manera posible.

Pasemos a los textos que destaco de la antología. Hay momentos divertidos y bien pensados en “Más estrellas que en el cielo” (113-122), de Alberto Fuguet. Incluye este símil que me pareció muy expresivo: “Todo huele a jacarandás y magnolias, creo, algo intenso y tropical y exótico, como bailar con una chica sudada que estuvo estrujando mangos” (113; aunque el creo le quita mucha fuerza a la oración). De los cuentos que he leído de Fuguet, este es el que más me ha gustado.

“Ángel de la guarda” (179-187), de Alfredo Sepúlveda, está a poco de ser un drama familiar efectivo. Hay que remover ciertos deslices, como cuando estamos intentando descubrir cuál es la relación entre dos personajes y el narrador interviene para decir que ella es “su ex mujer” (182). Julio Villanueva Chang espesa bien, con detalles, las oraciones de “We’re Not in Kansas Anymore” (191-200), pero el cuento casi no se mueve, y el grado de información que domina el narrador en primera persona es inverosímil. Jordi Soler produjo unas buenas oraciones en “El intérprete” (259-263).

Jorge Volpi presentó un extracto de Klingsor titulado “Teoría de juegos” (215-227). El extracto genera interés en la suerte de los personajes, pero requiere paciencia. La exige, por ejemplo, por el lenguaje recargado: “una sinuosa mancha parda” (222). También por el academicismo: “el orgasmo era sólo una consecuencia necesaria de los cálculos esbozados desde el inicio” (217). Igualmente, la requiere por las comparaciones con las que se deleita Volpi, y que a veces no funcionan muy bien, como este símil mixto: “El profesor se movía en torno a la pizarra con la agilidad de un hipopótamo, anotando las fórmulas como un cavernícola que dibuja un búfalo en el interior de una caverna” (225).

El oficio de Silvana Paternostro es evidente en “Northern Ladies” (269-279). Maneja el relato con suficiente crudeza y suficiente ingenuidad para mantenernos interesados en la cirugía de reconstrucción de himen sobre la cual la narradora se está informando. Dos cosas sobre el cuento. Primero, algunas oraciones necesitaban ajustes, como esta, que acumula vagones de frases preposicionales hasta que se descarrila: “La primera vez que fui al ginecólogo, habían pasado años desde que había visto las manchas marrones en mi interior de algodón blanco cuando volví a casa la noche en que por primera vez sentí un pene adentro” (274). Segundo, la historia interesante se convierte sin aviso en una diatriba de género, incluso con una cita de Octavio Paz sobre las mujeres (faltó la famosa cita de Aristóteles). Hubiéramos llegado emocionalmente a esos mensajes y esas protestas, sin necesidad de enunciarlos. El texto sólo necesitaba concentrarse en la historia.

Como había dicho, dos cuentos sobre escritores me parecieron los más logrados de la colección. Uno de ellos es “El pasado” (153-159), de Martín Rejtman. Es un cuento sólido, que usa un lenguaje sobrio y muy fluido, y se adelanta de un momento interesante a otro, sin la dilatadora decencia de las transiciones. En “El pasado”, acompañamos al narrador a visitar en Chicago a una hermana de quien él se ha distanciado. El viaje está lleno de disgusto y desapego, y estas sensaciones se dejan ver en escenas, en lugar de ser descritas en abstracto. El momento final, inesperado e inesperable, es deliciosamente desorientador. Una trama más fuerte produciría un cuento más llamativo para el público en general, pero Rejtman logró manejar muy bien este texto dentro de sus propios parámetros.

El segundo es “El continente de los elogios” (329-336), de Naief Yehya, otro cuento de escritores que por eso mismo tal vez no seduzca a un público muy amplio. No obstante, me gustó cómo la ácida desilusión del narrador se choca contra el optimismo hipereficiente de uno de los personajes. El odio del narrador se transmite de una manera palpable. Se vuelve claro que las críticas que el narrador presenta contra Nueva York y la literatura latina de esa ciudad no son más que protestas contra la vida literaria que él ha llevado en Nueva York. Hay un giro de metaficción al final que no era necesario. A pesar de eso, es un cuento fuerte.

Vuelvo entonces a la conclusión con la que empecé. Hay buenos cuentos. Hay buenos cuentistas. Pero la gran mayoría de los cuentos que leemos en español son borradores que no debieron haber llegado a nuestras manos. Debieron haber permanecido recluidos en un cajón o una computadora mientras se sometían a revisiones y más revisiones. No es fácil vencer el deseo de compartir o vender esos textos, pero el resultado de caer en la tentación es un mercado endeble, poblado por cuentos con imperfecciones corregibles.

Las imperfecciones se podrían corregir conversando sobre la trama con otras personas, revisando el lenguaje sin misericordia, recortando el cuento a una fracción de su extensión para luego dejarlo regenerarse de otra manera. Las fallas con el lenguaje nos pueden generar malestares más que todo entre otros escritores y literatos. Pero lo primero, la trama, es lo que les llega a los lectores.

Los escritores pueden seguir con más experimentos para mostrar lo brillantes que se ven al usar este recurso o este giro, y hay mucho de eso en las antologías que he reseñado. Sin embargo, como dijo hace poco James Wood sobre David Mitchell, por más experimental que un texto sea, requiere una buena historia para ser memorable. Eso depende de los autores. Y de los autores depende también que el cuento deje de recibir la espalda en las editoriales y el ninguneo de los lectores. ¿Qué de malo tiene escribir cosas que la gente quiera leer y comentar y compartir?

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