Los centroamericanos

(Se publicó primero en la revista HermanoCerdo, aquí)

Luego de terminar con Pequeñas resistencias, volvemos a América Central, esta vez a una antología de autores centroamericanos publicada en Guatemala y editada por un centroamericano. El libro se llama Los centroamericanos (antología de cuentos) y lo editó José Mejía, quien escogió los veinte cuentos, uno por autor. Alfaguara lo publicó en 2002, un año antes de que saliera al mercado el segundo volumen de Pequeñas resistencias.

Hay algo de la política editorial que me disgustó: Mejía incluyó comentarios sobre cada autor y cada cuento antes del texto. Mucho menos despótico es Seymour Menton, que los agrega al final del cuento en su antología El cuento hispanoamericano. En estas notas de Los centroamericanos, Mejía nos intenta contagiar de su emoción por un texto, pero suele compartir detalles e interpretaciones que predeterminan la lectura del cuento. En vez de criticar el contenido de estos comentarios, me limito a compartir una muestra del lenguaje que se usa en ellos: “Escritura de límites, libérrima, anarquizante y no menos virtuosa, sus meandros van reconquistando tierna, dolorosa, existencialmente, un pasado perdido, tan olvidado a medias como inolvidable, donde la vida impone sus derechos, ajena a todo moralismo convencional” (147).

Me gustaría dejar de hablar de los problemas con el lenguaje de los cuentos, pero vuelven a manifestarse en esta colección. El lenguaje con frecuencia se hace muy pesado: adjetivado, adverbiado, recargado. Algunas oraciones parecen de otro siglo. Dos ejemplos: “¡Aleluya y cada quien con la suya! Los burdeles son hogares y epitalamios de los marinos trashumantes” (159; Ernesto Endara, “La renuncia”); “Ha llegado, expansiva, los ojos brillosos, un poco despeinada, su minifalda negra ajustadísima, las piernas torneadas, morenas, tentadoras, quizás aún erizadas por el tacto de unas manos sin duda demasiado ansiosas” (283; Horacio Castellanos Moya, “Solititos en todo el universo”). En el último ejemplo, pareciera estar citando la oración con la que Chejov le expresó a Gorki la importancia de escribir sin muchos adjetivos y adverbios. Dentro de la misma línea, destaco esta rima que se incrustó en una oración: “yo acababa de cumplir los veinte y sentía la muerte en la acera de enfrente” (319; Rodrigo Soto, “Uno en la llovizna”).

A algunos autores les encanta abastecernos de comentarios generales que no armonizan con el cuento. Es algo que he llamado la glosa. Por ejemplo: “El hombre acostumbra considerarse como un niño mimado por lo divino. Llega a creerse merecedor a la gracia, al amor de Dios, a los milagros” (70; Joaquín Pasos, “El ángel pobre”); “La tragedia del latinoamericano consiste en caminar con los zapatos húmedos. Es que necesitamos un poco de calor bajo las suelas” (101; C. F. Changmarín, “Seis madres”).

En uno de los cuentos de la antología, hay una buena descripción de lo que se siente al leer varias de las oraciones que he citado: “nuestros escritores aún no han salido del embarazoso romanticismo epiléptico que canta la virtuosa santidad y excelsitud de las cosas” (111; C. F. Changmarín).

La antología presenta una gradación desde cuentos casi costumbristas hasta textos vanguardistas o al menos de una narración más ágil. Podríamos incluso hablar de mitades. La primera mitad del libro nos obliga a padecer unos textos poco digeribles. La excepción es Monterroso, cuyos cuentos son finos y bien pensados. No obstante, todos los textos de Monterroso publicados en la antología son conocidos e incluso están cómodamente disponibles en Internet.

¿Por qué entonces este disgusto que he declarado con la primera parte? Por ejemplo, “El clanero” (35-50), de Francisco Méndez, parece el resultado de tomar “A la deriva”, de Quiroga, y ver cuán tedioso y lento se podría tornar. “Herenia, la lejana” (55-61), de Ramón H. Jurado, es un relato de ciencia ficción sin ritmo cardiaco. “Seis madres” (97-125), de Carlos Francisco Changmarín, es un texto largo que flirtea con la diatriba política, con el cuadro costumbrista lastimoso, con la metaficción. En él, un escritor busca un tema para ganarse un concurso porque necesita con desespero el dinero del premio; uno cuenta los minutos para que pierda el concurso y termine el relato.

En la segunda mitad, hay mejoras. “Uno en la llovizna” (319-328), de Rodrigo Soto, logra una voz juvenil y dinámica. En “Batallas lunares” (359-374), de Uriel Quesada, me gustó la imagen de las cosechas “herrumbradas por los hongos” (361).

El largo “fragmento” titulado “Vallejo” (199-242), de Sergio Ramírez, ofrece un personaje llamativo (Vallejo), sobre el cual teje una historia que nos mantiene con suspenso (¿miente o dice la verdad?). Pero hay divagaciones extremas, desde oraciones fagocitarias que se devoran la página entera hasta paréntesis que se abren para justificar el uso de un cliché. Si no fuera por esas divagaciones, y por el lenguaje tan frío y cauteloso, sería una buena historia. Antídoto (y sé que no es nuevo el antídoto, pero no por eso es menos saludable): abreviar el texto a la mitad; de esta nueva versión, abreviarla de nuevo a la mitad. El resultado sería mucho más sólido.

Jacinta Escudos, en “Pequeña biografía de un indeseable” (307-314), logra un texto cuyo lenguaje es casi inobjetable. Sin embargo, a partir de la mitad (precisamente en la página 310), la historia pierde el aliento. El narrador en primera persona se torna inverosímil. Mejía, en su nota inicial al cuento, dice que este recurso es una “anomalía controlada”, una “coquetería de estilo” (305), pero lo veo más bien como una anomalía que, al igual que la trama, se salió de control. El cuento acaba de afán y sin tanto interés como el que despertó al inicio. No obstante, es de los mejores textos de la antología.

Dos de los autores que más me gustaron en el volumen centroamericano de Pequeñas resistencias le aportaron cuentos a este libro: Claudia Hernández y Maurice Echeverría. “Color del otoño” (333-344), de Claudia Hernández, es una pieza hipnótica, un híbrido de un relato policiaco y el surrealismo. Hay un día en el que todas las personas llamadas Margaritas se suicidan. Hay fechas asignadas para morir (que producen comentarios macabros y críticos como este: “Uno puede dejar pendiente cualquier cosa, pero no el pago de impuestos por muerte, sin eso no le está permitido suspender la respiración” [341]). Hay diez secciones, y el inicio de cada una está encadenado con el final de la sección anterior (y el final del cuento con el inicio, también). Hay un muy buen diálogo doble y simultáneo, entre dos personas que no se hablan, pero que conversan a la misma vez con el investigador (335-336). Y hay más virtudes. De los cuentos experimentales que he leído últimamente, es el que más me ha gustado. Con una trama más intrigante, con personajes mejor desarrollados, cautivaría más… pero también sería un cuento tan distinto que perdería muchas de sus fortalezas. El relato de Echeverría en la antología, “Ascensor” (349-354), también es experimental. Sin embargo, a pesar del talento y el oficio del autor, el cuento no fue de mis afectos.

Hasta ahí la antología. Con la próxima nota, cierro esta serie al pasar a cuentos sobre y desde Norteamérica.

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